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Pink Floyd en Pompeya: Ecos de un concierto legendario

Adrian Maben, cineasta y productor británico, tuvo una visión. Soñó que, en las ruinas de un anfiteatro romano, petrificado bajo el vómito de un volcán milenario, cuatro jóvenes bardos de pelo largo venían hacia a él, y lo llamaban, para que fuera testigo, diecinueve siglos más tarde, de los lamentos de granito. Sus nombres eran David, Roger, Richard, y Nick, todos ingleses, todos heridos, y, entonces, escuchó, de sus musicales gemidos, la historia de una era desgajada de improviso. Quizás fue un murmullo, ó, quizás, los gritos lejanos de un universo perdido, que, sin saber por qué, se contrajo, otra vez, en 1971, al ver sus llagas expuestas sin su consentimiento. Pero no. Éstos provienen de aquí, de las ampollas candentes que claman memoria, que piden desesperados una última estrofa, y un último latido oído, para que sea un verdadero epitafio a unas tumbas que ellas no querían. La vida es como una sala de misterio. Un mosaico de lascivia, y desenfreno, que no duran para siempre, aunque, quizás, si uno de estos días alguien te cortase en trocitos, y te hiciese cantar como una perra, aunque fuese como una broma, sólo así podrías tratar, al menos, de conocer el verdadero corazón del sol infinito, que está allí, sobre tu cabeza, sintiéndolo tan cerca, pero, a la vez, tan lejano, como si fueran los ecos de una manada de ballenas que eyaculan océanos perdidos.

Escrito por nuestro amigo @danteramirezdrums

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